“Las instituciones al final son
reglas y patrones de comportamiento que son perpetuados por la gente y deben
ser defendidos por la gente. Si la gente abandona el compromiso incondicional a
la democracia como la mejor forma de gobierno, si llega a poner la ventaja
programática o partidista a corto plazo sobre las reglas más fundamentales del
juego democrático, entonces la democracia se pondrá en peligro (Larry Diamond)”.
Desde hace un considerable
tiempo, que acopiamos, intelectuales que afirman y reafirman, la premisa
principal que sostiene nuestras preocupaciones ciudadanas; el temor cada vez
más cierto, que el desinterés, cuando no la bronca, hacia la democracia, nos
termine llevando a abandonarla.
EL autor citado, producto de una
investigación promocionada por el instituto Berggruen (que estableció el premio
anual al filósofo, o al hombre que piensa para brindar una propuesta social
innovadora, un millón de dólares como forma de incentivo al ejercicio del
pensar con compromiso social) sostiene, tal como recientemente casi todo la
academia americana, que lo impensado, es decir que en el sitio occidental, que
por antonomasia la democracia se mantuvo pétrea e incólume, devenga en una
progresiva autocracia. Volvemos a citar:
“La polarización política -que ha
ido aumentando constantemente en los Estados Unidos- facilita esta deriva hacia
el abismo autocrático, porque hace de la política un juego de suma cero en el
que no hay un terreno común, uniendo los campos opuestos. Por lo tanto
cualquier cosa puede ser justificada en la búsqueda de la victoria. Durante el
último siglo, esta dinámica de polarización que erosiona las reglas del juego
democrático, paralizando el proceso democrático y preparando el camino para un
hombre fuerte, ha sido un escenario común para el fracaso de la democracia. Si
hay una lección que se extiende a través de la historia y los datos de la
opinión pública, es que nada debe darse por sentado. La forma más laxa y más
fatal de la arrogancia intelectual es asumir que lo que ha sido seguirá siendo,
simplemente porque tiene una larga historia. La legitimidad no es más que un
conjunto de creencias y valores individuales. Si no trabajamos para renovar
esas creencias y valores con cada generación, incluso las democracias
establecidas desde hace mucho tiempo podrían estar en riesgo.”
Imaginemos por un instante que
ingresamos a un lugar. No importa sí este es un bar, una plaza, un parque o una
oficina. Desaprendámonos también de la idea de que vamos allí por un chocolate
con churros o por un refresco. Menos aún para alentar, brincando o cantando
hipnóticamente, en una suerte de danza chamánica, para que x cantidad de
personas corriendo detrás de una pelota la quieran hacer chocar ante una red,
sea que las miremos desde las tribunas o por intermedio de un televisor.
Imaginemos también que nadie nos dice que hacer. Imaginemos que en tal espacio,
podemos hacer todo lo que haríamos en cualquier otro lugar, como nada de ello.
Imaginemos que hablamos como lo hacemos con nuestros familiares y amigos, o
como no lo hacemos con ellos, porque no nos da en gana o porque no los tenemos.
Imaginemos que compartimos experiencias, contactos, datos, lo que fuere.
Imaginemos que en este club, las camisetas, los colores y las actividades, son las
que cada uno de nosotros propone, pero, que a su vez, y casi como con cierto
destino profético, o filosófico en su sentido lato y no disciplinar, escapamos
del cientificismo del principio de no contradicción y también, desde esa
individualidad, formamos un colectivo, una corporación, una constelación de
intereses que puede interceder, novedosa y positivamente (tampoco desde su
acepción desde la ciencia) en nuestra sociedad, incluyendo lo cultural como lo
político. Imaginemos que establecemos, de común acuerdo de forma o manera,
llegamos a ese acuerdo. Sea por votación, sí es de esta manera, en qué
condiciones votan los que votan y sí todos lo harían de la misma manera, por
consenso, deliberativamente o como surja o lo pensemos tras la experiencia de
que lo público, sea lo nuestro y lo nuestro de cada uno de los que integremos
tal club, sin que por ello nos sintamos dueños absolutos o socios privilegiados
del mismo.
Este tipo de organizaciones que
fomenten el agrupamiento por el agrupamiento mismo, que estén propiciadas por
el estado, como por organizaciones privadas, a los efectos de que se trabaje en
este espíritu democrático, es lo que hará que continuemos o no, con la
democracia formal que tenemos y que aún no la podemos llevar a cabo al ciento
por ciento en la realidad.
La constitución de una sociedad
democrática, a las pruebas nos remitimos, no se forja mediante leyes, normas o
actos repetitivos de lo electoral, que terminan transformando a estos
acontecimientos simbólicos en ritos carentes de sentido y tan extensos en sus
significantes que terminan banalizados y difuminados en su razón de ser.
Propiciar estos espacios, que
denominados clubes de lo democrático, que tengan además fines recreativos,
sociales, de esparcimiento, culturales, es una forma de tomar la decisión
colectiva que tenemos que pensar en tomar, sí es que pretendemos seguir
considerándonos democráticos.
De lo contrario, las formas que
el poder adoptará para el ejercicio cotidiano del mismo, estará cada vez más
lejos de nuestra mirada, y con ello de nuestra posibilidad de decir algo, por
más que esto mismo no signifique mucho más que la expresión misma de una queja
o un reclamo.
Formar parte de un club, es ser
parte, estar dentro de algo que nos contiene, por más que esa contención no sea
más que cuatro paredes que nos quiten la sensación de desamparo. La democracia,
como ejes cruciales, por fuera del ámbito teórico, necesita hacer ingresar a
los que están fuera de sus promesas, de las expectativas que genera, para más
luego, el hacerlos partícipe de las decisiones colectivas o que en nombre de un
conjunto se puedan tomar.
Tal como un club, desde el cuál,
desatamos nuestro accionar o nuestras pasiones, y del que por la representación
de su comisión directiva, o de jugadores que llevan los colores del mismo y se
disputan una partida en un campo de juego, sentimos que el resultante tuvo que
ver con nuestro grito, aliento o mirada silente, a la democracia le urge que
nos constituyamos en estos pequeños reductos en donde aprendamos de todo lo que
ella nos promete sin cumplirnos, para resignificarla en su sentido, para volver
a dotarla de elementos que tal vez estén perdidos, pero que tengan que ver con
nuestro día a día cotidiano, con nuestra manifestación vivencial de nuestra
razón de seres sociales y humanos.
Todos y cada uno de los partidos
políticos existentes, podrían habilitar una sala, salón, reducto o incluso
funcionar más cómo clubes democráticos que como las expresiones vaciadas de
sentido en las que se han transformado, trastocando el concepto por el que
nacieron a la vida pública. Lo que se pretende en los clubes democráticos, es
la posibilidad de discutir de política, generándola incluso, más allá de la ideología,
algo que por definición está imposibilitado el hacerlo desde los partidos. Sí
bien sería una cuestión de principios de otra índole o naturaleza el determinar
sí la forma hace al contenido o lo determina, lo cierto es que una de las
grandes problemáticas de las democracias, es la multiplicación, ad infinitum,
de supuestos partidos políticos que representan algo distinto, cuando en verdad
funcionan como máscaras que ocultan intereses inconfesables de sectores o
facciones, que en vez de pensar en lo general o colectivo que podría defender
un interés democrático, sólo hacen uso de este mero formalismo para deformar la
democracia.
Clubes democráticos, que
fortalezcan, tal ver redefiniendo porque no la razón de ser de los partidos,
para crear o consolidar comportamientos democráticos, que luego, recién y no
como en la actualidad, sean ratificados en las urnas o mediante sistemas
consensuales o de votaciones que expresen y manifiesten con mayor ecuanimidad
las distintas tensiones que se suceden en las plazas o ciudades públicas en las
que Occidente sostiene su consideración democrática.
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