“Cuando una persona le hace daño a otra, la empuja dentro de
un laberinto. A partir de ese momento, las murallas encierran a la víctima.
Pero en el laberinto no está sola. El culpable del hecho también está adentro. A
partir de ese momento la víctima y el culpable quedan unidos. Víctima y
culpable comienzan a caminar los pasillos angostos, y quizá perpetuos, de un
laberinto compartido” (Sivak, A. “El laberinto y el perdón.”)
La autora narrará luego, metáfora
del minotauro mediante, qué precisamos (además del hilo de Ariadna) para salir del laberinto del
dolor y es aquí en donde el soslayar de la justicia, pasa, o nosotros lo
hacemos pasar de lo individual (es decir del perdón que le podemos otorgar
individualmente al que nos dañó y la necesidad social que tal castigo o punición
representa para un colectivo, a modo de
que crea o construya ejemplaridad) a la institucionalidad toda en donde orbita
la necesaria saciedad de justicia, que este fijada, en la ataraxia de lo
normativo, de la ley y no en el capricho de quién la pueda poner en práctica,
imponiendo o supeditando sus juicios individuales (por más que sea considerado
juez) por sobre lo que el común establece o entiende como sentido común (valga
la redundancia) o consensuado.
Al referirnos al gran
otro, lo hacemos para referenciar la definición psicoanalítica que propone: “El
gran oro designa la alteridad radical, la otredad que trasciende la otredad
ilusoria de lo imaginario: no puede asimilarse a través de la identificación.
Lacan equipara esta alteridad con el lenguaje y la Ley; por ende, el gran Otro
está inscrito en el orden simbólico” (Ref: http://www.psiconotas.com/el-gran-otro-830.html)
La ley estipula y es estipulada a
su vez en un conjunto de procedimientos, que bien podrían traducirse como la
metáfora de un laberinto, símil al cretense, en donde los victimarios son
conducidos a tal lugar para ser victimizados y en el caso de que los
procedimientos, mecanismos o fallos, fallen para tal cometido (es decir para
hacer justicia institucional, sometiendo al victimario) que todos los
observadores o ciudadanos parte, lo único que reclamen es la sed de justicia (maridada
de venganza y ejemplaridad) para que todo el transgreda la ley, tenga como
destino único el laberinto, y sí en tal transgresión, lastimó, daño o mató,
debe ser cruelmente vejada por el minotauro (por otra parte no existe casi otra
posibilidad una vez dentro del laberinto).
La justicia entendida en estos
términos no está concebida para resarcir, como prioridad a las víctimas, sólo
en una instancia muy aleatoria como secundaria. La justicia entendida como este
gran otro (aquí pasamos de la lectura psicoanalítica a la política) se
construye para saciar la necesidad del poder político que legitima quiénes son
los que escriben la ley, quiénes los que la ejecutan, y finalmente los que
deben cumplirla, a riesgo de no hacerlo o hacerlo del modo que no es de agrado
de ese gran otro político de meterlo, dentro del laberinto de la
institucionalidad. Para ser ajusticiado, pero no para emitir o dictaminar justicia,
por más que le corresponda o no por el crimen, sí es que no ha o no cometido,
en cada caso.
El gran otro político constituyó
el laberinto punitivo de la justicia para legitimar a todos y cada uno de los
integrantes del poder que lo único que no pretende es que se le arrebate el
cetro desde donde disponen que las cosas tal como las dicen, es decir el
maridaje entre lenguaje y ley del que hablaba en términos simbólicos, Lacan.
Finalmente el Teseo, que sí bien
para nuestro ejemplo aún no ha logrado salir del laberinto, pero viene
constituyendo una actuación de lo justo, desde una posición axiomática y casi
de improvisación, es la concreción de espacios (sobre todo virtuales o
digitales) en donde desde la primigenia figura del escrache (de reminiscencias
nazistas) hacia un victimario que la justicia institucionalizada, no penalizo o
no trato, hasta lo que empieza a emerger como una búsqueda, que en los márgenes
de ese poder, que posibilite libertad, todos los que busquen justicia, tengan
la posibilidad, antes o mucho más allá de señalar, de vindicar y caracterizar
(para luego agredir) al victimario, otorgarle la posibilidad de volver a ser
humano, perdonándolo.
Sí bien no es sencillo, ni
expresarlo en palabras, lo cierto es que, construir otro laberinto, saliendo
por arriba (a decir de Marechal) dado que el laberinto (cretense como Kafkiano)
de los procedimientos institucionales que nos tendrían que dar justicia, no
están para ello (son el gran otro del poder), tiene como paso necesario e
indispensable el hacer público los casos que consideramos injustos y no
tamizados por esa justicia formal. El segundo paso, es que el hacer público de
todas esas situaciones, no nos lleve a una instancia de mero escrache, de
agresión sesgada, sino que el poner en evidencia la necesidad de justica,
plante lo conceptual, que además de la redención, en nuestra calidad de
víctimas podamos ser capaces de otorgar el perdón, entendiendo a ese otro, no
como un gran otro del poder, sino como otro-mismo, que hace a nuestra
constitución humana.
“La historia (al menos lo que
Heidegger y posteriormente Derrida, han llamado la historia de la metafísica
occidental) no sería más que el espacio
mítico en donde las sucesivas articulaciones de dos voces, la voz dominante y
oficial de la divinidad, simbolizada en boca de los profetas y la voz
subversiva y excéntrica de los muertos, simbolizada en el vientre de la
pitonisa no dejan de definir y redefinir lo humano” (Prósperi, G.O “El profeta
y el ventrílocuo).
La clave de lo laberíntico de lo
humano y de la edificación de ese gran otro constituido en, también lo
laberintico de la justicia, podría estar en la figura de Ariadna, a quién Nietzsche
le dedico un poema “El lamento de Ariadna” que finaliza así:
Sé juiciosa, Ariadna...
Tienes oreja pequeñas, tienes mis
orejas:
¡mete en ellas una palabra
juiciosa!
¿No hay que odiarse primero, si
se ha de amarse?...
Yo soy tu laberinto...
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