El barquero, al que
había que pagar (con un óbolo materializado en moneda) para ser conducido, una
vez muerto, al Hades, cobra una repercusión tardía, merced a que es producto
del fenómeno democrático Griego. La aristocracia, tenía a Hypnos o a Thanatos, no
necesitaban demostrar, mediante una moneda en el rostro, que algo más tenían que
comprar, una vez terminado sus días en la tierra. Dante populariza a Caronte,
que, resultante mitológico de lo democrático, hubo de instalar que más allá de
la vida, se necesitaba, al menos un bien (la moneda) para llegar al responso
final. Producto de la cultura medieval, el autor de la divina comedia, en pleno
contexto de lo que se conocería como ventas de indulgencias o “simonía”, hace
gala de su genialidad al dar visibilidad a Caronte, quién bien podría ser el
representante fidedigno, de nuestra democracia occidental actual, del
empresario de turno, corruptor como corruptible, el Odebrecht en América, el
Scarano del Vaticano o cualquier apellido en las diversas aldeas de occidente
que quedaron y quedan como emblemas de la relación, tanto irresoluta como
inabordable entre política, poder, corrupción y democracia.
Caronte, poseía
conceptualmente la misión de guía. Se trataba de un “Psicopompo”, término que proviene del griego psychopompós, que se compone de psyche
“alma”, y pompós “el que conduce o
guía”. Un ser que custodia el viaje de las almas que abandonan el mundo de los
vivos.
En la mayoría de las
culturas estudiadas, este rol siempre tuvo una significación como una
significancia, rutilante.
Desde los chamanes o
conocedores de los secretos del más allá, hasta los actuales analistas que
ordenan nuestro inconsciente, o nos sugieren como ordenarlo, siempre esta
relación, como todas en donde se entrecruzan posiciones desemejantes, se
definen por la propia tensión de poder en la que se desenvuelven.
Para que estas no finalizaran
violentamente (la raíz de la violencia es que tiene escasa posibilidad de
intercambio o de traducción, termina más
pronto o más rápido), surge el dominio de lo político, en cuanto a una
temporalidad, nueva, diferente, como armónica y apacible.
Tras diversas formas o manifestaciones
a los que se abocó en su transitar público, el humano, la democracia se
constituyó como la representante de lo más justo y ecuánime de la política, que
a su vez, era la forma más elegante de
resolver las tensiones de poder.
El precio a cobrarse
debía ser tanto alto, como a su vez, oculto o solapado. La democracia debía
ser, o parecer, para la gran mayoría, en la medida exacta que sólo prometiera
esto, como para no cumplirlo, generando un nuevo circuito de tensión, en esta
instancia de lo “democrático”.
Repasemos. Así como la
democracia, surgió como resultante de lo político, que a su vez, era un
subproducto del poder (del chamán que decía tener relación con el más allá, con
la divinidad, del gobernante que decía que debía estar en tal sitial, por la
razón que fuere, que en última como primera instancia, siempre la sostenía
mediante el dominio o predominio de la fuerza) para que las tensiones, lógicas
y naturales, no terminaran tan rápido (es decir tan violentamente), el antídoto
o la institucionalidad de la era democrática en la que estamos suscriptos,
padece de un juego de tensiones, con sus propios categoriales.
Dado que la democracia
propone como telos, como finalidad,
un imposible, da rienda suelta a una conceptualización histérica. Todos sabemos
que no cumplirá nada de lo que promete, pero en tal pacto tácito, jugamos,
tanto víctimas como victimarios, a desentendernos de esta falta de concreción.
Haciendo uso de la libertad, sometiéndola al temor, nos conformamos con la
esperanza, que alguna vez, será mejor, o que al menos no sea tan desfavorable,
finalmente, en tiempos de crisis, nos terminamos de convencer que en algún
tiempo, se vivió peor.
Pero la democracia
necesita un guía, un barquero, que vincule el mundo de los vivos con el de los
muertos, o en la escenografía democrática, a la que refiere, el campo de los
representados con el olimpo de los representantes. No es tan lineal sin
embargo, algunas posiciones están invertidas o contra-reflejadas, veamos:
El campo de los
representados, de los ciudadanos de a pie, es la vida mundanal, el infierno o
la muerte misma, el lugar o destino, es sin duda alguna el olimpo, donde los
representantes, viven tal como la democracia promete; con la posibilidad de
tener, y sin preocupación acerca de cómo, sino de simplemente, tener la
libertad de elegir todo lo que se pueda acumular, sin culpa, ni pecado, ni
elemento cuestionador. Se debe cruzar la laguna Estigia o el Aqueronte, para
ello, necesitamos vérnosla con nuestro Caronte democrático, que es ni más ni
menos que la figura del “transa” del “lobysta”,
de quién nos exige, que acordemos, que le paguemos, para que no alerte a los
demás de que se trata el juego o la tensión a resolver, asimismo, acuerda,
sobretodo, con los que habitan el Olimpo, para que tal lugar no se llene.
El Caronte democrático,
es el elemento corruptor que ordena que en “topus
uranus”, en el mejor lugar posible para vivir, no se democratice la llegada
a tal sitio (de lo contrario dejaría de ser cómodo como atractivo y por ende
placentero) pero para ello, debe alentar a que esto sea posible, generar
esperanza en el mundo de los comunes, y cada tanto consagrar a uno de estos, llevándolo
al olimpo. Asimismo, para fortalecer el circuito, el Caronte democrático, trae
de tal olimpo, a alguno que otro, a una especie de isla, llamada justicia, en
donde supuestamente es condenado, o bajado, para que en ambos mundos se crea
que existe una suerte de equilibrio.
El Caronte democrático,
actúa mediante el cobro, solapado, dado que necesita que se concrete, mediante
el bien material específico y determinado (por lo general siempre son valijas o
bolsos rebosantes de billetes) todo aquello que la democracia (histérica) jamás
cumplirá. Algo se tiene que cumplir y es esto mismo, la escasa (y que perversa
como funcionalmente, se promete como amplia y múltiple) movilidad entre los
mundos separados y distantes.
Los mundos, abismales,
agonales, a los que dialéctica como seductoramente, la democracia evita que se
distingan y que cada tanto une, vincula, a través de los llamados actos de
corrupción, que en el fondo no son más ni menos que las poco frecuentes veces,
que se convierte en realidad el intercambio de habitantes entre mundos tan equidistantes,
como ferozmente opuestos y controversiales.
La corrupción, no es una
deformación o desviación de un sistema político determinado (la democracia), ni
tampoco un mal o un síntoma cultural. La corrupción es el reflejo de la laguna
Estigia o el río Aqueronte, en donde no podemos ver nuestra propia imagen
corrompida, pero sí la del otro, tal como sucede con el deseo de estar en el
lugar en el que no estamos y de allí la necesidad de un guía, de un barquero,
al que, naturalmente, debemos pagar y del que sólo pretende de nosotros, eso
mismo, que le paguemos. La democracia cumple cuando cobra, es decir se traduce
como hecho y promete cuando no lo hará, al simbolizarse como expectativa y como
posibilidad, siempre como posibilidad, de que las cosas sucedan, por más que
solo sucedan, corrupción o Caronte democrático, mediante.
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